domingo, 12 de diciembre de 2010


Sus respiraciones se mezclan, sus labios se tocan, sus lenguas se buscan y se provocan.

Ella le roza el rostro; él le acaricia la nuca. Ella le quita la chaqueta; él le desabotona los vaqueros. Ella lo desembaraza de la camisa, que cae al parquet; él le sube el jersey, le lame los hombros, saborea su piel. Ella se fija en su tatuaje, que no tenia en otro tiempo; él reconoce su olor y lo confronta con sus recuerdos. Entonces el tiempo descarrila, el pasado contamina al presente. Y el miedo vuelve a la superficie. El miedo. Enquistado en el cuerpo, agazapado en la sombra del espíritu. El miedo que prolifera. El miedo que no tiene límites. Y que solo el amor puede vencer. Al principio, el miedo lo infecta todo. Al principio, el miedo da miedo y da ganas de huir. A pesar de todo, sus manos se reúnen y sus cuerpos se pegan el uno contra el otro. Ella se aferra a él como a una balsa. El encuentra la fuerza para anclarse en ella. Ella consigue anudarse a él. Su mirada busca la de él. él la atrae, se detiene para contemplarla al resplandor de las luces del puerto: su cuerpo brilla en la noche e ilumina su rostro. Ella le sonríe, pretende

estar radiante para él. Ella le pasa las manos por el cabello; el deja su lengua huronear en su pecho. Entonces, por supuesto, podemos reducir sus besos a un intercambio de saliva, a unos gramos de marfil esmaltado que entrechocan. Y sin embargo...Sin embargo, el tiempo de un pestañeo. Sus cuerpos tiemblan y el miedo refluye.

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